La ciudad brasileña de Belém, en plena Amazonía, será del 10 al 21 de noviembre de 2025 el escenario de la COP30, una cumbre que se anuncia como histórica y profundamente simbólica. Se trata de la primera Conferencia de las Partes que tendrá lugar en la Amazonía y representa una oportunidad inédita para situar la justicia ambiental y los derechos de los pueblos originarios en el centro del debate internacional. Bajo la presidencia de Brasil, la COP30 marcará además el plazo para que todos los países actualicen y refuercen sus compromisos climáticos (NDC), en un momento en que el calentamiento global amenaza con sobrepasar el límite de 1,5 ºC y los impactos son cada vez más devastadores en todas las regiones del planeta.

La COP29, celebrada en Bakú en noviembre de 2024, dejó tras de sí un sabor agridulce que condiciona las expectativas para esta nueva cita. Aunque se alcanzó un acuerdo financiero para movilizar 300.000 millones de dólares anuales hasta 2035, la cifra quedó lejos de lo que necesitan los países del Sur Global para hacer frente a los efectos del cambio climático. A esto se sumó la frustración por la falta de compromisos claros para eliminar los combustibles fósiles, lo que generó duras críticas desde organizaciones como Greenpeace, Amnistía Internacional o Ecologistas en Acción. La sociedad civil, limitada en su participación y visibilidad durante la cumbre, alzó su voz para reclamar mayor justicia climática y coherencia por parte de los países desarrollados.
El recuerdo de Bakú resuena con fuerza a las puertas de la COP30: una oportunidad para corregir rumbos, asumir responsabilidades históricas y colocar la vida en el centro de las decisiones ambientales.
Este antecedente inmediato obliga a mirar con lupa las promesas que se presenten en Belém. Los errores, omisiones y contradicciones de la COP29 han generado una mayor vigilancia ciudadana y expectativas renovadas sobre el rol de los países desarrollados, las corporaciones, y también de las voces tradicionalmente marginadas en estas conferencias. El contexto de urgencia climática no deja espacio para ambigüedades: lo que se acuerde —o no— en la COP30 marcará el rumbo de la próxima década. No solo será la primera vez que una COP se celebra en la selva tropical más grande del planeta, sino que también se da en un momento de fractura geopolítica, retrocesos climáticos y creciente tensión entre el Sur global, los países desarrollados y las grandes corporaciones.
Expectativas y contexto político
Con una asistencia prevista de 60.000 personas de más de 160 países, esta edición llega con el desafío de pasar de las promesas a los hechos. La COP30 será la «COP de la implementación», según el gobierno brasileño. Se espera avanzar en la reducción de emisiones, financiamiento climático, transparencia en la entrega de recursos, así como en la protección de ecosistemas críticos como la Amazonía, los océanos y los bosques tropicales.
Será también un momento clave para revisar y reforzar las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC) por parte de todos los países. A pesar de estos objetivos ambiciosos, el clima geopolítico no es favorable: la presencia de bloques como el G77+China cobra más protagonismo frente a un multilateralismo debilitado, especialmente con la salida de Estados Unidos del Acuerdo de París tras la victoria de Donald Trump en las elecciones de 2024.
El negacionismo climático promovido por Trump, Javier Milei en Argentina o Viktor Orbán en Hungría ha erosionado la confianza en los compromisos multilaterales y ha fortalecido el discurso de las industrias fósiles y sectores tecnológicos contaminantes. Por otro lado, los BRICS+ (con India, China y Brasil como protagonistas) intentan posicionarse como líderes en una transición ecológica con sello propio, aunque sin renunciar a proyectos extractivos ni al crecimiento económico intensivo en recursos naturales.
En este tablero de fuerzas, la COP30 se convierte en un campo de tensión entre la urgencia climática y las dinámicas geopolíticas. La esperanza es que Brasil, como país anfitrión, logre articular una agenda de acción ambiciosa que sea también inclusiva y justa, dando voz a los pueblos indígenas, juventudes, comunidades del Sur Global y organizaciones de base.
¿Adaptarse o prevenir? Una visión crítica desde el Sur
Mientras se acumulan los efectos del calentamiento global —sequías extremas, olas de calor, inundaciones catastróficas—, el discurso oficial parece estar desplazándose hacia la «adaptación» más que hacia la prevención. Esta estrategia, como alerta Michael Löwy, es una forma de resignarse a lo inevitable: adaptarse a la catástrofe en lugar de evitarla.
Los países del Sur Global, especialmente los más afectados por el cambio climático sin haber sido grandes emisores históricos, reclaman que la prevención siga siendo el eje de la acción climática. Las demandas se centran en justicia ambiental, financiamiento justo y fin de los combustibles fósiles.
El G9 y la voz de la Amazonía: protagonismo indígena frente al greenwashing
El movimiento indígena del G9 —una alianza de pueblos originarios de los nueve países amazónicos— ha emergido como uno de los actores más articulados y propositivos del escenario climático global. En la antesala de la COP30, sus representantes han exigido no solo presencia simbólica, sino una participación vinculante en las negociaciones, basada en el principio de consentimiento libre, previo e informado.
Su propuesta de copresidir la COP30 fue rechazada por las autoridades organizadoras, aunque se anunció la creación de un consejo asesor indígena. Para el G9, esto no es suficiente: insisten en que esta no debe ser una cumbre sobre la Amazonía, sino una cumbre amazónica. Con ello exigen que la defensa del bioma, la cultura y los territorios indígenas no quede relegada a pabellones laterales o actos protocolarios, sino que estructure las decisiones centrales de la conferencia.
Además, han señalado fuertes contradicciones en el discurso oficial brasileño. Critican que el mismo gobierno que promueve la COP30 en Belém apoye también la exploración petrolera en la desembocadura del Amazonas y busque integrarse como observador a la OPEP+. Para los pueblos indígenas, estas políticas amenazan la credibilidad del país anfitrión y su legitimidad como líder climático. También alertan sobre la cooptación del lenguaje de la sostenibilidad por parte de empresas y gobiernos que, con proyectos de compensación y bonos de carbono, reproducen el extractivismo bajo nuevas formas de colonialismo verde.
El G9 propone una transición ecológica con justicia territorial, respeto a los saberes ancestrales y protagonismo real de quienes habitan y protegen la selva. Su voz es cada vez más reconocida, y su papel en la COP30 podría marcar un punto de inflexión en el modo en que se conciben y gestionan los procesos multilaterales ambientales.
Tecnologías contaminantes, greenwashing y salud global en juego
El papel de las grandes corporaciones tecnológicas, financieras y energéticas ha sido duramente cuestionado en el marco de las cumbres climáticas, y todo indica que en la COP30 se intensificará su presencia con discursos de sostenibilidad que no siempre se corresponden con la realidad. Muchas de estas empresas buscan limpiar su imagen mediante proyectos verdes o créditos de carbono que, según denuncian movimientos sociales, son «falsas soluciones». Estos mecanismos perpetúan una lógica de extractivismo maquillado que reproduce las desigualdades y externaliza los impactos sobre territorios y comunidades vulnerables.
Los centros de datos, la minería de criptomonedas y otras infraestructuras digitales intensivas en consumo energético están contribuyendo a agravar la crisis climática. A menudo funcionan alimentadas por combustibles fósiles y se instalan en regiones con escasa regulación ambiental, lo que oculta su huella ecológica real. Mientras tanto, la banca privada ha incrementado su financiación a la industria fósil en un 29% solo en 2024, superando ampliamente el apoyo al sector verde. Esta brecha se traduce en emisiones, calentamiento y sufrimiento humano.
A esta problemática se suma la expansión del extractivismo minero, intensificado por la demanda global de minerales estratégicos como litio, níquel, cobalto y tierras raras, esenciales para la transición energética tecnológica. Paradójicamente, esta «transición» se está llevando a cabo en muchos casos a costa de la deforestación masiva, la contaminación de ríos y suelos, y el desplazamiento forzado de comunidades. América Latina, África y Asia están experimentando una nueva oleada de saqueo de recursos bajo una lógica neocolonial disfrazada de sostenibilidad. La selva amazónica, el altiplano andino y los territorios indígenas son zonas críticas de sacrificio ambiental para sostener la electrificación global y la digitalización acelerada del Norte global, sin garantías de reparación, redistribución ni soberanía para los pueblos afectados.
El Informe Lancet Countdown 2025 alertó que más de 546.000 personas mueren cada año por causas relacionadas con el calor extremo. Se suman a ello los efectos indirectos del cambio climático en la salud: expansión de enfermedades tropicales, contaminación del aire y aumento de la inseguridad alimentaria. En 2024, solo el humo de incendios forestales provocó más de 150.000 muertes en el mundo. La crisis climática ya no es una amenaza futura, sino una emergencia sanitaria global. Y, aunque afecta a todo el planeta, sus impactos más severos recaen sobre quienes menos han contribuido al problema: comunidades rurales, pueblos indígenas, mujeres, niñas y trabajadores del Sur Global.
Todo ello pone en evidencia la urgencia de una acción climática coherente, que no se limite a compromisos simbólicos, y que enfrente a los grandes responsables de la contaminación sin concesiones.
El desafío del Sur Global: liderazgo climático y alternativas desde los pueblos
Brasil tiene la oportunidad de liderar una agenda más justa. Su propuesta del fondo TFFF (Tropical Forests Forever Fund) para recompensar a quienes protegen los bosques va en esa dirección. También propone mayor financiación climática, triplicar los fondos de adaptación y reformar los bancos multilaterales para hacerlos más eficaces. Estos planteamientos podrían redefinir la arquitectura financiera internacional si van acompañados de voluntad política y coherencia interna.

No obstante, el país anfitrión se enfrenta a múltiples contradicciones. Su impulso al etanol, la posibilidad de nuevos yacimientos fósiles y su aproximación a la OPEP+ ponen en entredicho su papel como referente climático. Esta ambivalencia puede restar legitimidad a sus propuestas si no se acompaña de medidas concretas para frenar el extractivismo dentro de sus fronteras.
En este contexto, la Cumbre de los Pueblos , que se celebrará en paralelo con el respaldo de la OEI y más de 400 organizaciones, representa una alternativa potente al discurso oficial. Allí se plantearán modelos económicos poscapitalistas, transición energética justa, soberanía alimentaria, justicia ambiental y derechos territoriales. Será también el espacio donde confluyan las voces más afectadas y tradicionalmente excluidas del debate climático: pueblos indígenas, movimientos campesinos, comunidades afrodescendientes, juventudes, mujeres y organizaciones antirracistas.
No deja de ser sintomático que, a nivel global, se repita una y otra vez la exclusión estructural de la sociedad civil de los espacios decisorios. Así ocurrió también en el Foro Social previo a la Cumbre sobre Financiación para el Desarrollo (FfD4) celebrado en Sevilla en 2025, donde las organizaciones sociales quedaron relegadas a una posición testimonial frente al peso dominante de instituciones financieras y gobiernos. Este tipo de antecedentes refuerza la desconfianza hacia las cumbres oficiales y dan aún más relevancia a espacios como la Cumbre de los Pueblos, donde se formulan propuestas transformadoras desde abajo.
Frente a una COP donde los discursos corporativos y estatales intentarán capitalizar la narrativa verde, la Cumbre de los Pueblos emerge como un contrapeso necesario que recuerda que no hay solución climática sin justicia social y que la defensa del planeta no puede desligarse de la defensa de los derechos humanos y colectivos.
La Cumbre de los Pueblos, que se celebrará en paralelo, con apoyo de la Organización de Estados Iberoamericanos y más de 400 organizaciones, representa otra visión: una transición justa, soberanía alimentaria, fin del racismo ambiental y justicia climática real. Será allí donde se escuche lo que muchas veces no llega a los salones de la diplomacia.
La COP30 será una encrucijada. Puede consolidar el paso hacia un nuevo orden ecológico multilateral o repetir el patrón de promesas incumplidas. Que la Amazonía sea el escenario nos recuerda que no hay planeta B, y que protegerla es protegernos a todas y todos.


